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| Las Cortes aguardan a que Cánovas, elegido Presidente del Gobierno, se decida a promulgar el Decreto de Disolución que la Corona le ha entregado (Caricatura de Joaquín Moya en la revista Gedeón, 20/2/1896) Imagen en Biblioteca Nacional de España. Hemeroteca Digital. Licencia CC. |
Aunque el turno pacífico entre conservadores y liberales garantizó por mucho tiempo la estabilidad de España, lo hizo a un alto precio. En realidad, el sistema estaba viciado por una serie de prácticas políticas que quitaban legitimidad y representatividad al régimen.
En un sistema político sano es el pueblo quien decide quién debe representarlo en las Cortes y son estas las que deben dar o quitar su confianza al Gobierno. Las Cortes deben renovarse cuando cumplen su legislatura o cuando el gobierno está muy desgastado, ha perdido la confianza de las Cortes y no hay ningún otro candidato aceptable para formar gobierno. De esa forma el pueblo vuelve a decidir.
Pero la realidad funcionaba en la Restauración justo al contrario que la teoría. Cuando un gobierno se desgastaba y comenzaba a perder apoyos, o cuando un acuerdo político entre los dos partidos dinásticos había decidido el turno en el poder, el Gobierno dimitía y la Corona nombraba a un nuevo gobierno. Con el nombramiento, el Rey entregaba al nuevo Gobierno el decreto de disolución de las Cortes. El Gobierno entrante organizaba las elecciones, pero antes pactaba con el otro partido dinástico cuáles debían ser los "resultados" de las elecciones. Mediante el llamado encasillado los dos partidos y los principales notables dentro de cada partido pactaban cuántos escaños corresponderían a cada uno. El poderoso Ministro de Gobernación era la pieza clave del sistema. El resultado casi siempre era el mismo: el partido cuyo gobierno convocaba las elecciones las ganaba.

