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3.3. Turnismo, oligarquía y caciquismo

Decreto de disolución
Las Cortes aguardan a que Cánovas, elegido Presidente del Gobierno, se decida a promulgar el Decreto de Disolución que la Corona le ha entregado (Caricatura de Joaquín Moya en la revista Gedeón, 20/2/1896)
Imagen en Biblioteca Nacional de España. Hemeroteca Digital. Licencia CC.

Aunque el turno pacífico entre conservadores y liberales garantizó por mucho tiempo la estabilidad de España, lo hizo a un alto precio. En realidad, el sistema estaba viciado por una serie de prácticas políticas que quitaban legitimidad y representatividad al régimen.

En un sistema político sano es el pueblo quien decide quién debe representarlo en las Cortes y son estas las que deben dar o quitar su confianza al Gobierno. Las Cortes deben renovarse cuando cumplen su legislatura o cuando el gobierno está muy desgastado, ha perdido la confianza de las Cortes y no hay ningún otro candidato aceptable para formar gobierno. De esa forma el pueblo vuelve a decidir.

Pero la realidad funcionaba en la Restauración justo al contrario que la teoría. Cuando un gobierno se desgastaba y comenzaba a perder apoyos, o cuando un acuerdo político entre los dos partidos dinásticos había decidido el turno en el poder, el Gobierno dimitía y la Corona nombraba a un nuevo gobierno. Con el nombramiento, el Rey entregaba al nuevo Gobierno el decreto de disolución de las Cortes. El Gobierno entrante organizaba las elecciones, pero antes pactaba con el otro partido dinástico cuáles debían ser los "resultados" de las elecciones. Mediante el llamado encasillado los dos partidos y los principales notables dentro de cada partido pactaban cuántos escaños corresponderían a cada uno. El poderoso Ministro de Gobernación era la pieza clave del sistema. El resultado casi siempre era el mismo: el partido cuyo gobierno convocaba las elecciones las ganaba.

Pero ¿cómo conseguían obtener en las elecciones más o menos los resultados pactados? La sociedad de la época era en buena medida una sociedad rural, subdesarrollada y analfabeta, que apenas entendía la política ni se interesaba por ella. Esa sociedad estaba dominada por una oligarquía local, formada sobre todo por grandes propietarios terratenientes, algunos profesionales de prestigio y representantes del Estado y la Iglesia. Esta oligarquía solía conceder favores a cambio de lealtad y de ella dependían la mayoría de los empleos. Por ello la población rural estaba acostumbrada a no contrariar a sus oligarcas y a menudo estaba muy dispuesta a respaldarlos. Esta oligarquía local, a la que se daba el nombre de caciques, debía a su vez favores a oligarcas de mayor influencia, los notables, que vivían fuera de estos núcleos rurales, y así sucesivamente hasta llegar a la gran oligarquía madrileña.

Cada vez que se convocaban elecciones, la oligarquía política integrada en ambos partidos daba instrucciones a sus caciques locales para que se aseguraran de que el candidato indicado ganara las elecciones en su distrito. Estos recurrían para ello a las tácticas caciquiles, que iban desde la persuasión amistosa y el soborno a la amenaza y la violencia, pasando por métodos de manipulación electoral como el pucherazo, que consistía en llenar las urnas con papeletas manipuladas (el nombre viene de los pucheros en los que a menudo se escondían estas papeletas antes de las elecciones), o la falsificación de los censos electorales, en los que se introducía el nombre de habitantes de otros distritos o de lázaros, es decir, difuntos.

Caricatura del caciquismo
Esta es una de las caricaturas más famosas sobre el caciquismo, ya que en ella aparecen muy bien ilustradas algunas de las principales tácticas caciquiles. En realidad, la caricatura, que representa a Sagasta pervirtiendo el sufragio universal mediante tácticas caciquiles, procede del reinado de Amadeo de Saboya, cuando este político ya adquirió gran influencia. La caricatura, realizada por Tomás Padró, fue publicada en La Carcajada, cabecera adoptada temporalmente por la publicación republicana La Flaca, el 18 de abril de 1872.
Imagen en ARCA. Arxiu de Revistes Catalanes Antigues. Licencia CC.
Pulsa en la imagen para observarla con más detalles.

Muchas veces los caciques eran políticos profesionales, que se presentaban como candidatos en sus distritos (eran los llamados "caciques" en sentido estricto). Pero a menudo el cacique simplemente se aseguraba de que el candidato designado, fuera conservador o liberal, saliera elegido en las elecciones. Ese candidato podía no tener ninguna relación con el distrito en el que se presentaba, que podía no haber visitado en su vida. A esos candidatos colocados por conveniencia en distritos con los que no tenían relación se les llamaba (y se les sigue llamando) cuneros.

El resultado era un proceso marcado por el fraude electoral a gran escala. El fraude dominaba especialmente en la España rural y era facilitado por el predominio de distritos reducidos uninominales, donde solo había que asegurarse de controlar la candidatura más votada. De hecho, a menudo se eligieron diputados sin necesidad de votación, por ausencia de adversarios en las elecciones. En las ciudades, donde había una opinión pública más desarrollada y donde se elegían varios candidatos, era más difícil aplicar las tácticas caciquiles de fraude electoral y más fácil que salieran elegidos candidatos de partidos no dinásticos. Por eso la contestación al régimen político canovista fue surgiendo de las grandes ciudades.